Pensamiento único

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En el chat del trabajo un colega dio la alarma: tengo síntomas, dijo. Deambuló por hospitales mendigando la prueba hasta que, dos semanas después, consiguió que se la hicieran. Negativo, salió su examen (aunque su doctora le advirtió: puede ser un falso negativo). ¡Felicidades!, le dijeron al unísono más de 10 compañeros como si fuera su cumpleaños. Como si enfermarse de coronavirus fuera un estigma.

En la Edad Media los leprosos debían cargar una campana atada al cuello. Cuando se acercaban a una comunidad, los locales oían el tintineo y corrían a esconderse. Como hace mil años, hoy contagiado equivale a contaminado: aíslese usted y quienes lo tocaron. Su encierro refuerza la pureza de los sanos. Se nos olvida que el sentido del encierro no es evitar el contagio, sino evitar contagiarnos todos al mismo tiempo. La confusión provoca miedo a enfermarse y sustenta la estigmatización.

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Nunca antes el pensamiento único había tenido una victoria tan abrumadora. El mandato se impone en estados totalitarios y en democracias liberales. Intelectuales de izquierda y comandantes zapatistas por fin coinciden con los políticos a los que siempre criticaron. El confinamiento como grito de guerra. Si el que se queda en casa es un héroe, el que sale a la calle, un traidor. Un “distanciamiento agresivo” propone la Organización Mundial de la Salud.

Los científicos nos encerraron con el mantra de aplanar la curva. La consigna, agregan los gobiernos, no es evitar el contagio sino administrarlo. El objetivo: no saturar los servicios de salud. 

Los modelos matemáticos —que miden en tiempo real la velocidad del contagio— son los que regulan nuestras vidas, como ya los algoritmos determinaban lo que veíamos en las pantallas. 

Lo extraño es la ausencia de cuestionamiento. Hemos aceptado las órdenes de los expertos como verdades indiscutibles. Y en efecto, es indiscutible que el sistema de salud estaba saturado desde antes del virus: llegabas enfermo en enero, te daban cita en abril con el especialista, te programaban cirugía en agosto y que Dios te dé vida mientras tanto. Esta pandemia asume que esa debilidad es normal y no puede modificarse. 

Lo relevante es que no haya ninguna voz que proponga otra salida. Lo que abruma es el silencio, la mudez de la crítica. El neoliberalismo diluyó los sistemas de salud y quizás estamos dejando pasar esta oportunidad de recuperarlos, de volcar nuestra angustia no en el encierro sino en la movilización: en la fabricación masiva de respiradores, la construcción febril de hospitales, la solidaridad y el cuidado de los vulnerables. 

Sin la menor deliberación, ajenos a cualquier discusión social, la pandemia ha hecho realidad el sueño de los autoritarios: el control de las vidas de las personas. No hará falta que el policía te detenga e interrogue (aunque también pasará): será tu vecino quien te hostigue y denuncie: has salido a la calle, traidor, quédate en casa, quédate en casa, quédate en casa. El lenguaje de la guerra justifica el estado de excepción. 

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Antes del coronavirus otra epidemia se impuso, la del miedo: el miedo a tocarnos, a hablarnos de frente, a enfermar a los seres que amamos. El encierro es un privilegio. Allá afuera siguen circulando los taxis en busca de pasajeros. Los repartidores de comida se seguirán jugando la vida a 25 pesos la entrega. No se detienen los jornaleros, los basureros, los comerciantes. Después de la pandemia viral vendrá la pandemia económica: habrá decenas o cientos de millones de nuevos pobres. Los planes de miles se esfumarán y sus sueños se harán polvo. 

La otra víctima será nuestra capacidad de disentir. La oportunidad de haber preguntado ¿y, de verdad, no había otra manera de enfrentar al virus? 

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